Callejuelas y Ventanas


Por aquellos años llegaron unos parientes del sur y como es lógico su tours inaugural fue visitar el centro de la ciudad.
Nos bajamos del microbús en una calle colindante a la Plaza de Armas de Santiago y cuando me prestaba a enseñarles el sector de la plaza, hacia los Paseos Huérfano o Ahumada, vi cuando mis primos tomaron dirección opuesta al centro, es decir hacia el lado poniente. Preferí callar y seguir sus pasos, mi misión de guía turístico iba perdiendo fuerza en el andar.
Nos detuvimos en una calle que aún no había sido alcanzada por la varita mágica de la modernidad. Como si se hubiese quedado estancada en el pasado. Como si los años y el tiempo transcurrido no hubiese cruzado por aquellas añosas calles. Sus pintorescas casonas coloniales. Sus conventillos siempre húmedos y mal olientes. Las sabanas resecas que colgaban de alguna ventana entreabierta. Unos melancólicos tangos de Argentino Ledesma emitía radio "Portales, La Primera de Chile",  con la melódica voz de Alodia Corral. Algunos trémulos y destartalados emporios que solo las moscas visitaban.  Y gatos, gatos por todos lados, gatos echados en los mesones de los negocios, en los marcos de las ventanas que daban hacia las calles, en los pasillos de los conventillos, gatos echados por todos lados. Un borracho cruzó la calle con las manos en los bolsillos, vociferando palabras al azar, discutiendo y alegando contra Dios o contra quién sabe qué Diablos. El asunto es que tuve que apurar el tranco, calle arriba, siguiendo los ligeros y holgados pasos de mis primos. Después de todo poseían piernas más larga que las mías, pues  me llevaban algunos años de ventaja. Por aquellos tiempos debo haber estado cursado mi primer año de enseñanza media, si la memoria no me traiciona, bien no recuerdo.
Nos detuvimos un par de cuadras más allá, siguiendo la misma callejuela San Martín. Ahora bien lo recuerdo, San Martín se llamaba. De pronto la memoria es frágil y volátil  y cuando uno requiere de sus eficientes servicios, te traiciona, te da vuelta la espalda como un falso amor. Podré olvidar hasta el más dulce beso de la chica más bella o esa sensación del primer sueldo cuando el contador te pasaba los billetes aún tibios en la transpirada mano y te sentías libre de hacer lo que se te diera la regalada gana con tu primer dinero ganado. Pero el nombre de aquella callejuela no, quedo grabado en mí como un tatuaje en el antebrazo de un viejo pirata.
Hablaron algo sobre el dinero que andaban trayendo encima, hablaron también de quien entraba primero, "¿Adónde dejamos a este cabro?" dijo el primo mayor. En fin, hablaron muchas cosas entre dientes que yo no logre descifrar. Sin embargo yo estaba más pendiente del entorno, de ese barrio lleno de Callejuelas y Ventanas, más allá de lo que planeaban mis parientes. De pronto uno de ellos, ya no recuerdo cual, golpeo tímidamente la puerta donde nos habíamos detenidos y tras ver que nadie salía, dio dos golpecillos más certeros, hasta cuando salió de entre la ventana una mujer que a mi manera de ver, sobrepasaba seriamente los cincuenta. El ancho y multicolor vestido que llevaba puesto, me hacían recordar a las gitanas que vivían en la Palmilla, barrio cercano donde yo vivía. Su rostro era una fría sonrisa, tan fría que me llego a parecer cálida y su escote permitía ver hasta casi más de la mitad de sus colosales bustos, "¿Hola chiquillos, en que andan?, ¡Hay pero que pregunta la mía, en que van a andar, pero pasen nomás chiquillos, adelante, están en su casa, pasen nomas!". Era simpática la señora, aún mi memoria tiene intacta su chillona voz,  tenía aún vestigios de belleza en su rostro y un ligero aire de juventud. Hasta buenas ancas le encontré a la señora. Pues claro, las ancas siempre han sido mi maldita debilidad. En mi memoria aún permanece su voz, es decir,  no tan solo su voz. Su chillona voz y sus magistrales ancas.

Entraron pues entonces algo nerviosos y atolondrados a la antigua casa luego de tanta amabilidad. En cambio yo titubié unos instantes, hice el intento, traté, puse un pie adentro pero luego retrocedí dos:
-"Es mejor que yo los espere aquí afuera", le avise;
- "¿Pero cómo nos vas a esperar a afuera si nosotros nos vamos a demorar?", me replicaron;
- "Yapo chiquillo", reclamo la señora,  "o entra o sale, pero no se quede parado ahí mirando a mitad del pasillo".
-"¡Vayan tranquilo no más, yo los espero por aquí?", finalicé.
-"Esta bien, no te vayas a ir muy lejos", me contestaron.
Y la puerta sé cerro bruscamente, como si también en ese portazo se hubiesen cerrado las endebles puertas de mi niñez. Aquella puerta cerrada fue la estación terminal de mi infancia y aunque yo hubiese deseado seguir viajando eternamente en el mágico carrusel interminable de esta, aquella puerta no habría de abrirse jamás.

Pensé por unos instantes que mejor hubiese sido entrar junto a ellos, haberme arriesgado a tan desconocida aventura, pero tuve miedo, y más que miedo sentí pena por todo aquel entorno. Comencé a mirar el deprimente paraje, las viejas callejuelas detenidas en un pasado remoto, las casas de adobe siempre como a punto de derrumbarse, las grietas a la vista de sus muros. "Cariño Malo" de Palmenia Pizarro se dejaba escuchar en una radiomisora  cercana, la misma radioemisora donde poco antes sonaban tangos (Portales 1180 AM,  La Primera de Chile), algunas mujeres regordetas y bien pinturrajeadas como para una obra teatral, otras flacas y demacradas con más de alguna ausencia dental, algunas más, trémulas y amargas. Insignificantes e inexpresivos rostros apoyados en los perfiles de cada puerta o de cada ventana,  recibiendo los tibios rayos de sol que obsequiaba aquella tarde de otoño. Aquellas mujeres no tenían vida propia, todo era un gran montaje teatral, un circo, la vida misma se apagaba en aquellos rostros pintados. Dos o tres malajestados hombres se paseaban de una esquina a otra, tasando como en un mercado ganadero, al mejor y más jugoso animal.

Yo ni siquiera podía encender un cigarrillo, pues en aquel entonces no fumaba, pero cuanto hubiese deseado haber fumado para quemar los largos minutos de espera. Me di cuenta de la desgracia del mundo, de la falta de Dios en cada ventana abierta de aquellos lánguidos conventillos. Tal vez esa era la ausencia primordial, faltaba un Dios, un ser superior que cobijara tan endebles almas, almas y carnes que no tenían ninguna otra opción de vida que la de vender sus cuerpos ni siquiera al mejor postor, sino a cualquier cliente que cargara algún billete miserable de sus escuálidos bolsillos.
Tuve unas ganas inmensas de acercarme a alguna de ellas, a cualquiera de ellas que quisiese escuchar una palabra amable, "¿Qué haces aquí mujer?, Anda a cuidar a tus pequeños hijos. Ve a proteger a los tuyos y a dormir como es debido, ya veras que Dios proveerá, Dios siempre proveerá". 
Está bien, yo no era precisamente Jesucristo, ni  Dalái Lama,  ni nada parecido. Pero vaya por Dios que cualquier palabra amable me hubiese gustado haberles dicho. Pero la verdad, la cruel realidad de cada una de ellas, no era sino esta.  La de vivir esperando entre los tibios rayos de sol de las tétricas ventanas, el sustento que le permitiera saciar sus desocupadas tripas y la de sus hijos.
Mi reflexión concluyo cuando una lluvia de meado cayó sobre mis piernas, pues desde una casa contigua a la que habían entrado mis primos, con una Basenica  llena de pillí, una de ella me la arrojó, con la seria  intención de bañarme el cuerpo entero. Pero la distancia era considerable, además que alcancé a echarme a un lado y a retroceder algunos pasos, "!!!Anda a sapear pá otro lado, cabro chico!!!",  y luego un puño de risotadas de prostitutas,  que me partieron el alma y que me obligaron a salir más que ligero hasta una esquina próxima.
Desde ahí los espere algunos minutos más,  perpetuos segundos que se deshilacharon a lo largo de la tarde.
Hasta que por fin salieron, alegres, livianos y satisfechos, "Ya primo, ahora sí, nos vamos de compra al Paseo Ahumada, Eurocentro me dijeron que se llamaba el local, mira que ya obscurece y pronto debemos regresar". Yo los seguí desde atrás. Silencioso, mientras me secaba con un poco de Confort, el pichi que adornaban mis zapatillas y parte de mis pantalones: "!!!PUTA DE MIERDA!!!", balbucié,  maldiciendo en silencio a las pobres y grises meretrices.

Desde la catedral se escuchaba un débil doblar de campanas,  que anunciaba la misa pronta a comenzar. Era cierto, mi primo tenía toda razón: Los últimos rayos de sol, entibiaban tanto a los cosmopolitas edificios,  como a los corroidos dinteles donde posan las viejas meretrices.

A todos..a todos mi Dios por igual.