En la detención de un Semàforo de me Perdio El Sombrero

Me detuve en el semáforo siguiente, porque la luz roja hizo frenar de pronto las ruedas  de mi vieja bicicleta.

Eran las 7.30 de la mañana y la asidua congestión vehicular en Américo Vespucio hizo devolver mí ya parentesco dolor de cabeza.

A las 8.00 en punto de la mañana debía marcar tarjeta, pero si este semáforo seguía desplazándose en su incandescente color, una amonestación por atraso era lo único que conseguiría. Sin embargo el tozudo pastoreo de una vaca a un costado de la autopista me devolvió la magia del sur y sus leyendas, cuando mi padre entusiasmado ya, por el tinto que subía a la cabeza y bajaba en la botella, nos relataba a mi hermano y a mí, muchas de sus historias de juventud que para mi se transformaban en mitos. Como grandes títulos de obras literarias  quedaban grabados en mi cerebro. Tal como,"El Sombrero Perdido", y claro que lo perdió, el sombrero de alón que su abuela con tanto sacrificio compro y se lo obsequio a él, aún muchacho, para que se protegiese de aquel aterrador invierno o para que saliese al pueblo los domingos, donde en la plaza principal el viejo fotógrafo lo dejara estampado para siempre ante el correr del tiempo.

Fue en pleno invierno cuando se lo regaló, según nos contó después, "Acércate chiquillo, ven,  aquí tienes un sombrero para que lo uses, para que no andes pidiendo prestado por ahí, mira que harta plancha me da que andes molestando a los vecinos.", Y se lo puso en la cabeza, como una coronación innecesaria e inmerecida. Mientras le daba una palmada sobre el lomo, "Y ahora anda a terminar de cortar leña, la masa hace rato ya enludo y aún  no tienes listo el fuego hombre,  te has demorado toda la santa mañana en cortar tres ramas, anda ve, y procura no ensuciar el sombrero, harto que me costo la gracia."  El Muchacho no daba más de alegría con su nueva prenda, ahora podría ir con sus amigos a San Fernando, los días domingos, a conquistar chiquillas en las plazas, a vitrinear las últimas novedades de la moda provenientes de Santiago, o ha tomarse un helado de copa al "Rigolleto", la gelletteria más concurrida del Pueblo. Pero por sobre todo, para protegerse de la lluvia o de la nieve que durante muchos meses del año caía como fiera indomable en la sierra cordillerana. Sin embargo más que el regalo, fue el hecho lo que alegro más el corazón del muchacho, su abuela aunque terca y testaruda como solo ella podía ser, en el fondo se preocupaba por él y por su hermano, y aunque no era mucho lo que ganaba en el lavado de ropa ajena para los ricos que vivían en el plano de la Sierra o la venta de pan amasado también para la gente linda.  Sumando los escasos honorarios de su hermano y de él cuando iban  dos o tres veces a la semana al corte de pinos en el aserradero o a la faena del almácigo de estos mismos, y lograban con suerte que el tacaño propietario del aserradero les cancelara sus mezquinos honorarios.  Aún así la abuela, peso a peso logro juntar la suma necesaria para comprar aquel sombrero. En fin, poco era el dinero y harto había que echarle a la olla, porque estos dos muñecos si que comían, y cuando escaseaban las provisiones y las vacas estuvieron raquíticas, porque siempre estuvieron flacas, en la negra y tiznada cocina la imaginación de la abuela era la última esperanza y con esa beata imaginación realizaba el prodigioso milagro. Para remplazar la taza de café o de té del desayuno, tostaba algo de tortilla añeja que aún restaba para luego rasparlo y así poder vertir aquel polvillo negro en los choqueros hirviendo. Los asombrados y contentos ojos de los muchachos veían como cambiaba el color del agua transparente, a un color sino parecido, igual al café. Mi padre dice ahora, nunca probé un café tan malo, pero tan acogedor y  fortificante a la vez. Nos anunciaba como si sus narices aún percibieran el aroma de aquella hechiza bebida de su abuela y como si sus ojos a la vez, aún sintiesen el humo del choquero hirviendo, tal vez por eso le brillaron más de la cuenta en ese instante. De pronto emergía la ausencia de él azúcar, la desprovisión los carcomía por todos lados, pero la miel que alguna patrona le permutaba por un planchado extra a la abuela, hacia del agua hervida una dulce taza de miel. "Y para echarle al pan, ¿qué?, también se fiaban de la magia de la abuela?", Consulté entusiasmado, "Sí, el pan se arrojaba en un baño de aceite caliente,  en él negro sartén, el pan más rico que he probado es aquel, más aún que el pan francés con mantequilla y jamón serrano", y otra vez pareciese que su nariz absorbiera el olor de aquellas tardes frías, encerrados en la cocina con el brasero ardiendo bajo sus pies, sopeando el dulce café tostado, y el crujiente pan de aceite, "Fueron mis días más pobres, pero más felices", concluía mientras sus ojos centellaban una vez más.

"Y los amigos, papá, su abuela lo dejaba salir por ahí con los amigos", mi hermano también se animo a preguntar, mientras mi mamá, terminaba de lavar la tropa de loza que habíamos dejado después del abundante almuerzo, "En eso si que la abuela era  terca, no le gustaba mucho el guevillo digamos,  pero cuando se lograba dormir por las noches o al desgranar porotos para el día siguiente, se distraía de nosotros,  era cuando nos podíamos arrancar, tu tío lucho y yo, aunque sabíamos a ciencia cierta, que de los varillazos por las pantorrillas en la mañana siguiente, no nos íbamos a librar aunque fuera viernes santo. Y así la noche la hacíamos día, es más, una noche de esas arrancadas, mi hermano y yo partimos a ver a unos amigos, que creo, tenían un malón o algo así, por ahí por la Rufina. La cuestión es que  partimos a caballo  miercale  y al llegar a nuestro destino nos dimos cuenta que la fiesta era en grande, "Los Campos" tenían un bautizo. Me acuerdo que el "Cuecas Perra" disponía de su vigorosa garganta para la música. Hay señor, mientras más tomaba vino, mejor cantaba ese condenado, y pensar que murió solo y calcinado como un perro, años después, cuando cuidaba la antigua escuela de las Peñas, y en una de sus diarias borracheras dio vuelta un brasero y se quedo dormido boca abajo mientras las secas vigas de la escuela comenzaron arder en llamas. Fue su última resaca que durmió en esta perra vida, el resto solo fueron cenizas. Bueno otro día les cuento la historia del "Cuecas Perras".  Se me fue la onda, ¿En qué íbamos?, ¡Ah!, Me acorde. Apenas entramos a la fiesta de los Campos, saludamos y era como si hubieran llegado los Reyes Magos, porque todos se alegraron al vernos, pues se les había  acabado el vino  y los caballos fueron la salvación de todos. No alcanzamos a desmontar de las bestias cuando nos encaramaron dos inmensos chuicos vacíos, uno a cada lado de la montura  y partimos a las Peñas, la localidad más cercana donde vendían la malicia. Total que de regreso de las Peñas, a mitad de camino de vuelta a la fiesta de los Campos, el apetito se nos abrió como león hambriento, el camino había sido largo, en el aserradero por esos días había trabajo, pero el patrón siempre se atrasaba con los pagos y a la abuela no le llegaba ni ropa ni algún trabajo desde hacían ya dos semanas, por esa y otras razones no habíamos probado bocado alguno desde el día anterior, y al parecer la magia de la abuela a veces también flaqueaba. Entonces nos acordamos con el Lucho que donde Carmelo Veliz, hombre ya mayor, conocido de la familia de muchos años antes, siempre una mano abierta había, le explicamos la situación y en un santiamén, Carmelo siempre escuálido y sonriente abrió la tranca de par en par. "Sí hay que comer cebollas, cebollas comemos pues, pero con hambre estos chiquillones no van a quedar".  Y así fue, después que las inmensas cebollas, y las papas se asaban en el fuerte rescoldo, las devoramos más desesperados que bandidos mexicanos, acompañados de un macizo aguardiente que nos devolvió el alma. Nunca después creo haber comido un asado tan bueno, como aquel asado de papas y cebollas". Comentaba, mientras mi mamá terminaba de restregar las últimas ollas del almuerzo, y mi hermano llegaba con otra botella para prolongar la sobremesa. "Bien dar con este Carmelo, las tripas nos dejaron de sonar y más que rápido montamos los caballos, con los chuicos llenos apoyados en los lomos de las bestias. En la fiesta de los Campos, nos esperaban con ansia  y con la garganta a no más dar. La cuestión es que se destaparon los chuicos y el "Cuecas Perra" canto como nunca viejas canciones mexicanas. Y entre tanto y tanto vino y entre tanta zalagarda  y entre tanto comistrajo, un malentendido o una simple travesura prendió la mecha, y se armo la revuelta. El finao Gabriel se transó a puñetazo limpio con el dueño de casa, dos amigos de este último saltaron a la trifulca, otro dos fulanos que no distinguí bien montaron en sus caballos y desde ahí chicoteaban como podían a los que en el suelo se revolcaban a puñetes. Varias mesas se dieron vuelta, la ramada estuvo a punto de desplomarse. Yo me escondí bajo una mesa, y desde el borde del mantel lograba divisar las espuelas que llegaban a cantar con el alboroto. Ahora ya no eran ni cuatro  ni cinco en la contienda, sino que casi todo el gentío o daba algún empujón o separaba a los más ensañados. Hasta el Lucho le dio una trompada a un viejo que se quería pasar de listo con un chuico de pipeño. Si hasta a mí me picaban las manos por dar unos palmetazos, pero era demasiado pajarito para afrontarme con tan gigantescos viejos. La fiesta se termino después de la revuelta. Al dueño de casa lo acostaron bien curado y con más de algún moretón en el caracho. El Lucho y yo partimos camino a casa, pues la Abuela nos debía estar esperando". Dijo, casi fatigado, como si recién hubiese salido de la trifulca, y luego de refrescar un poco la garganta, continuó, "Ahí fue cuando a lo lejos, en la cima del último monte antes de llegar a la Sierra, divisamos una inmensa luz. Era como si un fuego de artificio colgase del cielo, y aunque la noche estaba espesa, que casi no lográbamos vernos entre nosotros, aquel lucero ilumino prácticamente la noche entera. Y a medida que íbamos acercándonos a esta, se iba debilitando progresivamente. Yo no daba más de susto, pero más miedo me daba mi Abuela que debía de estar esperándonos decididamente más que impaciente. Cuando llegamos a la cima del monte, la luz ya había desaparecido completamente. Recién ahí se nos pasó el susto, si ya creíamos que el mandinga andaba en busca de nosotros. Ahora, años después, pensándolo bien, aquella noche presenciamos la caída de un hermoso y fugaz cometa. En fin, la cuestión es que la garuga de la madrugada comenzó a mojar mi cabeza, pense cubrirme la mollera con el sombrero y recién ahí me di cuenta, que el sombrero ya no estaba. Habíamos cabalgado tantas horas a caballo, habíamos visitado tantos lugares, que era como encontrar una aguja en un pajar. Comenzamos a hacer memoria con el Lucho que ya cansado no muchas ganas tenia de devolverse en busca del sombrero. Donde Carmelo Veliz no podía ser, y en caso que así fuera, me lo devolvería cuanto antes, y sin duda nos invitaría a que fuéramos a su casa a la suerte de la olla. El almacén donde fuimos a comprar vino tampoco, porque después que cargamos los chuicos llenos a los caballos, recuerdo haber llevado conmigo el sombrero. Quizás fue en la riña en casa de los Campos, o en el trayecto hacia ella, pero ya era tarde para seguir suponiendo y definitivamente el sombrero ya no estaba en mi dura cabeza. Por la cordillera la naranja luz del  alba ya empezaba a colorear, y la aguda varilla de la Abuela también. Años después supe que el fulano que el Lucho le aplaudió la cara, por querer avivarse con un chuico en el bautizo de los Campos se paseaba muy campante por Puente Negro o por San Fernando con mi flamante sombrero de alón. Pero ya estaba todo consumado. La Abuela estaba bajo el umbral de la puerta, esperándonos con una varilla en la mano. El sol pegaba fuerte en la cara, el día se aprontaba a ser resplandeciente. Mi hermano apretó fuerte sus carnes y fue el primero en entrar a casa, después vine yo, que mirando al suelo trataba de recordar donde mierda había dejado mi sombrero".

Suspiró, era como si el recuerdo lo agotara, dejo su vaso a medio terminar sobre el mantel, y se levanto lentamente de la mesa, pues no había mucho más que contar, mientras mi hermano  y yo quedamos silenciosos a la espera del postre de duraznos con crema que se prestaba a servir mamá.

Yo estaba como soñando, escuchando las viejas travesías de mi padre. Yo estaba como volando, recordando la cálida mesa donde nos sentábamos para hacer la sobremesa.

Pero en realidad yo estaba ahí, detenido en mi horrible bicicleta, esperando a ese maldito semáforo que aún no cambiaba de  luz, para así  poder llegar antes de las ocho a mi depresivo y repugnante trabajo. Mi hijo tal vez deseaba mantequilla y cecinas y no un pan añejo en aceite remojado. Mi hijo tal vez desearía un buen trozo de carne y no cebollas ni papas en rescoldos calcinándose. Mi hijo me pediría un buen tazón de leche y no un agua coloreada de un carboncillo de añeja tortilla tostada.

El llamado de atención de mi Jefe fue inevitable, como inevitable fueron los varillazos de la abuela,  en las flacas pantorrillas de mi padre y de su hermano.