La Carreta del Diablo
"Tres minutos para la medianoche, yo verifique mi reloj, faltaban tres o cuatro minutos para la medianoche cuando la sentí pasar", proclamó el señor Méndez,
que interrumpía su relato para secar un poco las gotas de sudor que emergían de su frente, con un pañuelo que extrajo del bolsillo. "Detrás de aquel álamo me
oculte, pero no observe a nadie atravesar el puente, solo una zalagarda de galopes y gritos ensordecedores. Era la Carreta del Diablo, de eso estoy
seguro, sentí que cruzo sobre el puente pero no la pude bien distinguir".
Boquiabiertas las vecinas, que mientras secaban sus manos en los grasientos delantales, escuchaban las consternadas declaraciones del director de la única
escuela del pueblo. Algunos hombres que transitaban por el lugar, también comentaban la confusa situación que empezaba a preocupar a aquellos humildes
campesinos sureños. Aquella vieja leyenda de tiempos inmemoriales comenzaba a levantarse de su tumba.
Hacían ya cuatro décadas que no se había oído hablar de "La Carreta del Diablo", que en aquel entonces atemorizaba cada medianoche a la muchedumbre que
vivía en las postrimerías del pueblo, donde descansaba el puente que unía El caserío del Ginebra con la aldea de la Ribera. Acontecía que un poderoso
espíritu maligno cruzaba imperceptiblemente por el viejo puente, haciéndose sentir entre relinchos y galopes de malévolos caballos indomables, fatídicos
latigazos inhumanos y alaridos de voces ilegibles. Una angustia terrible carcomía la garganta de cada persona que se hubiese percatado del paso de la
carreta, sin considerar lo más terrible que contaba la leyenda: De que no mucho más viviría aquel que la hubiese escuchado pasar. Aquel testigo del Diablo
debería morir más temprano que tarde, en trágica circunstancia.
Fue así como el Señor Méndez valiéndose de su natural condición de líder, empezó a fraguar una estrategia para desenmascarar de una buena vez aquel soberano embrollo, que comenzaba a carcomer los nervios de cada uno de los habitantes Ribereños. Claro, no era para menos. No pocos hombres habían fallecidos en extrañas y trágicas circunstancias por aquellos años, víctimas que dicen, fueron testigos presenciales de aquella carreta. Ahora hijos o nietos de
aquella generación podrían sufrir en carne propia lo que a sus padres o abuelos les aconteciera algún día. Sin ir más lejos, como le ocurriera al Señor Méndez,
pues su padre se suicidó semanas después de haber presenciado cuan horrendo espectáculo. No obstante, su hijo prometió a su fallecido progenitor antes de
que se enfriara su sangre en él cajón, ajusticiar su muerte y desenmascarar al miserable ángel del mal que no cesaba de fastidiar.
La primera medida fue santiguar el puente, razón por la cual el párroco debió convocar a los habitantes de la Ribera a participar de una liturgia, con
el firme propósito de sacar el mal espíritu que imperaba en aquel armazón de madera. Esa tarde todos concurrieron al lugar, colmados de una inmensa fe,
dispuestos a recibir la bendición del Señor. El Párroco, a quien costo mucho convencer para que realizara aquella misa, debido a su incredulidad a ese mito
de antaño, pronunció la ceremonia más que nada para dejar tranquilo a los fieles de la Iglesia. Aun así y a pesar de las aguas benditas, las velas, los
sermones bíblicos y la fe, el asunto no dio tregua, pues un grupo de muchachos que veraneaban en el sector, semanas después de la velada religiosa, aseguraron haber escuchado pasar nuevamente la ya famosa y nunca bien ponderada carreta. Y como es lógico, el grupo de muchachos veraneantes, de regreso a la capital, dieron término a sus días al volcar la camioneta que los trasladaba de regreso a sus hogares.
La situación paso a tornarse trágica por decir lo menos. Fue así como las autoridades máximas del pueblo acordaron reunirse para organizar un plan más
enérgico sobre el asunto. Fue así como se congregaron en la parroquia, el Señor Méndez en su calidad de Director de la Escuela, Don Ernesto Vínett, Presidente
de la Junta Vecinal y acaudalado patrón de gran parte de los fundos de la zona, dos o tres señoras directivas de la Junta y el Párroco que a esa altura del
partido ya se había convencido que el asunto se le había escapado de las mano. La idea era desenmascarar al maldito espíritu que pasaba sobre el puente, la
medida debía tomarse en forma urgente, pues la semana anterior a la reunión que se iba a realizar una niña cayo desde el mismo puente al Río muriendo
instantáneamente, días después de que ella misma afirmara a ver visto pasar la Carreta cerca de la medianoche de un nefasto día martes.
Tras la convocatoria a la asamblea, muchas ideas salieron a la palestra. El señor párroco se ofreció a hablar con las altas autoridades eclesiásticas de la
región para conseguir una especie de exorcismo. Don Ernesto disponía de toda su voluntad para llevar el caso a la justicia ordinaria y las señoras del de la
Junta Vecinal insistían en traer a una muy prestigiada hechicera del sur para darle la pelea al mandinga.
Las ideas iban y venían pero no se lograba llegar a acuerdo, hasta que el Señor Méndez alzó su voz: "Vecinos, la cosa es más seria de lo que
pensamos, ya ha corrido mucha sangre inocente en torno a este caso, piensen ustedes que persona que ha fallecido en La Ribera, lo ha hecho después de haber
escuchado atravesar la carreta por el puente. Esto no puede continuar y como se lo prometí a mi padre, no descansare hasta destruir al maléfico, que noche a
noche se pasea como quiere por este lugar. Por tanto amigos, les propongo lo siguiente:
- Cortaremos una zanja medio a medio del puente, en un ancho de cuatro metros, cuando la zanja este hecha, nos reuniremos a orillas del río antes de
la medianoche, silenciosa y completamente a obscuras, rezando y orando. Ahí necesitaré el apoyo de nuestro señor párroco aquí presente, el cual se
encargará de que el rezo y la oración no afloje. En esta época del año el río trae muy poca agua, casi nada, por tanto yo, don Ernesto y otros hombres me
acompañarán, nos ocultaremos en los pilares, bajo el puente, cerca de la zanja que abriremos, y ahí aguardaremos, armados de escopetas. Cuando esa maldita
carreta pase y se encuentre de pronto frente a frente al vacío, caerá inevitablemente a las piedras", se detuvo un segundo para lograr tragar un poco
de saliva y continuo: "Ahí, daremos fuego. Luego prenderemos las lámparas, para al fin lograr ver la cara del demonio destruido ante el hombre. Todo esto por
supuesto lo acreditará un notario que don Ernesto, si es posible, conseguirá en la Ciudad". Entonces se mantuvo unos breves segundos en silencio para observar
la reacción de la asamblea y entre medio de no pocos agitados murmullos prosiguió: "Esta es mi proposición vecinos, sé que no muchos están convencidos
de ella, pero quien esté de acuerdo con mi propuesta, que levante la mano". Los asistentes reunidos principiaron a mirarse unos a otros, dudosos, amedrentados
ante tan descabellada idea. Fue el párroco quien primero rompió el hielo con su frágil y arguantosa voz, exclamando, "Que nos perdone Dios queridos hermanos,
si lo que estamos haciendo no es lo correcto, pero creo que es la única solución que existe". Tras él, todos comenzaron a levantar sus manos. Don Ernesto ntusiasmado también se dirigió a la asamblea: "Mañana mismo hablare con un amigo notario que tengo en la ciudad, para que verifique los hechos.
Además alquilaré algunos rifles en el almacén de otro viejo amigo", concluyo de decir con su hacendada voz. Las señoras directivas de la Junta, medias cocorocas también levantaron sus afanosos dedos. La convocatoria reunida, de igual forma y ya convencidos de tan descabellada idea, alzaron sus ásperas manos, empuñándolas con rigor, simbolizando así la unión de todo un pueblo.
Así el Señor Méndez salió desde la sede comunitaria entre aplausos y golpecitos en la espalda, pronunciando así sus últimas palabras: "Pasado
Mañana, antes de caer el alba, abriremos la zanja y esa misma media noche acabaremos con ese demonio. Pero recuerden vecinos, debemos guardar como tumba este secreto, por el bien mío y el de todos ustedes". Espontáneos y cálidos aplausos cerraron la sesión.
El día acordado llego más rápido de lo esperado, los campesinos que por un día dejaron las siembras, el riego y las trillas, desde poco antes del
amanecer, con palas, serruchos y picotas trabajaron sin cesar en la no fácil faena encomendada por el señor Méndez. Una vez concluido este arduo día de
labor y cuando la zanja y el puente lucía espléndidamente cortado medio a medio, separado por un cavidad de 3 a 4 metros, la noche comenzó a acontecer
sobre los álamos, toda la gente ya empezaba a tomar sus posiciones, el párroco, las ancianas y las devotas señoras ya se encontraban en sus estratégicos
puestos. Los hombres armados de escopetas, sigilosamente aguardaban bajo el puente por las órdenes del Señor Méndez o de Don Ernesto. El asustado notario
miraba de reojo su reloj, junto a algunas señoras que rezaban devotamente interminables y aburridos rosarios; faltaban 10 minutos para la medianoche.
Ahora solo faltaba esperar el sonido, el horrible sonido de herraduras cabalgando y sin mediar más en el asunto en medio de tan colosal silencio,
desde lejos se empezaron a sentir débiles relinchos de caballos, que a medida que transcurrían los segundos se dejaban escuchar cada vez más fuertes. Rugidos
desaforados de lenguas desconocidas llegaban a los oídos de todos, la angustia gobernó de pronto el ambiente. El notario solo quería arrancar de aquel lugar,
pero una de las viejecitas interrumpiendo sus plegarías lo obligo a quedarse allí tomando fotos de todo lo que aconteciese. Entonces, cuando la supuesta
carreta comenzó a entrar por la boca nordeste del puente, desde el caserío del Ginebra a La Ribera, en un santiamén un estruendo espantoso se dejó escuchar en el entorno. Algo cayó, un estruendo retumbo bajo la trampa construida. El Señor Méndez con todo su odio acumulado arrebatado ordeno: "!!ABRAN
FUEGO!!", Los hombres bajo el puente sin vacilar ni siquiera un instante dispararon al blanco, la muchedumbre apostada a las orillas del río encendieron
sus lámparas, mientras el cura y su Iglesia no paraba de invocar al Altísimo.
El notario que había perdido hasta los lentes en la revuelta, fotografió lo que pudo. Pero algo que no estaba en los cálculos de nadie comenzó a dilucidarse.
Cuándo se iluminó íntegramente el escenario, ¡Horror! o más bien dicho ¡Error!;
Sobre las piedras del río casi seco, yacían una vieja carretela con caballos, chivos, baúles y borrachos arrieros muertos. Arrieros que descendían de la montaña
después de la larga faena del ganado. Arrieros, caballos y chivos inocentes, que sin tener velas en ese entierro, yacían acribillados por los cientos de
balas incrustadas en sus cuerpos.
No tardó en llegar carabineros, que habían sido advertidos de los hechos por el cobarde notario. La mayoría de los hombres huyeron, las ancianas como
pudieron sé esfumaron olvidando incluso sus bastones, el Sacerdote como había de esperarse se entregó de los primeros, las señoras directivas negaron toda
participación en los hechos. Don Ernesto, bajo fianza, luego de algún trueque de dinero, consiguió libertad condicional. Y el Señor Méndez que forcejeando y
despotricando maldiciones contra carabineros y el diablo, se lo llevaron preso, entre el gentío de vecinos que desde sus ventanas y sus visillos ocultados
observaron.
Después de un par de meses en la cárcel, "pobre señor Méndez", cuchicheaban las vecinas. Víctima de una trágica circunstancia cayó muerto, ocupando el cordón firme de su zapato izquierdo.