La Rayuela y el Mall
La retroexcavadora siguió penetrando la tierra con su imponente pala mecánica, arrasando con todo lo que a su paso se cruzaba. En tanto los camiones avanzaban con sus poderosas ruedas sobre la que alguna vez fue nuestra cancha de rayuela.
Mi alma empequeñeció, cuando desde la pasarela que atraviesa la circunvalación, frente a frente a la construcción del nuevo Mall Norte de Santiago, retrocedí
en el tiempo, a veinte y cinco años antes, cuando mi padre predispuesto en la fresca mañana dominical, revolvía la cancha de rayuela con la noble picota y una garrafa de agua para remover la endurecida tierra. Era agosto quizás o tal vez septiembre, cuando los duros fríos ya se despedían de Santiago y los gatos hacían de las suyas en los desmejorados techos. Los tibios rayos penetraban las cortinas de las primeras casas de la Juanita Aguirre y los viejos amigos de mi padre comenzaban a salir de ellas al reencuentro de un día enterode rayuela.
Mi viejo puso la lienza medio a medio del cajón de madera, asegurándose de que esta quedara lo suficientemente tensa. Después dispuso el tablero clavándolo
sobre un álamo, sistema arcaico pero muy práctico donde se llevaba la estadística del juego. Don René fue el benefactor de aquel tablero, según lo que contaban los viejos. Se lo obsequiaron un día en la penitenciaria, donde había trabajado como linotipista durante dos décadas. Un reo, quien fue su ayudante durante algunos años, los fabricaba, y le dio uno a cambio de un paquete de yerba mate que don René comerciaba dentro del recinto.
Los vecinos ya reunidos recolectaban algún dinero y mandaban a unos de los chiquillos más próximos a comprar los primeros litros de vino. Un perfecto cuarenta dio término al primer juego y la pareja ganadora ya se perfilaba como campeona, por lo tanto no soltarían los tejos durante toda la tarde. Mientras las otras parejas irían rotándose y esperando su próximo turno para ver si en una de esas vueltas podrían derrotar a los campeones. ¡Otro cuarenta, que siga otra pareja! , festejaba algún fulano. Así también siguieron otras monedas y otros vinos se vaciaron, pues mientras más tinto se consumía, más se acercaba el tejo a la quemada. El cuarenta consistía en que los dos tejos de un jugador cayeran medio a medio de la lienza. Era el momento de mayor éxtasis, pues no todos se jactaban de hacer tal proeza y quienes lo hacían tomaban gran ventaja en el puntaje. Además la ovación y el vaso lleno se les ofrecía al instante.
Mientras se desenvolvía el juego, algunos asistentes conversaban amenamente de sus vidas, de sus quehaceres, de su horrible cesantía o simplemente de lo malo que estaba el vino. Otros espectadores sin embargo no perdían detalle alguno del juego y discutían cada punto, cada quemada sospechosa como si esta fuese la última, es más, cuando dos tejos de distintos contrincantes quedaban en una similar distancia de la lienza, echaban mano al trampiato, un alambre que media la distancia de cada tejo contra la lienza, permitiendo así discernir a que pareja correspondía tan discutido punto.
Una vez que los grandes decidían hacer un descanso ya sea para ir a almorzar o para comer algún cauceo al lado de la cancha, nosotros los chicos, tomábamos los tejos y tirábamos desde los doce pasos, distancia tremenda para niños de diez años, pues no alcanzábamos ni siquiera a llegar a la mitad del camino. Todo era tan familiar, nada nublaba la alegría inmensa de estar ahí con mi padre, sin otra preocupación que la de estar atentos a una posible quemada o a un afortunado cuarenta. Cuando la noche se asomaba por sobre los cerros, los domingos de mayor entusiasmo, se colgaban del tendido eléctrico para poder
iluminar la pista. Oscuro ya, aveces a altas horas de la noche, llegaba mi padre, lleno, triunfador, inmenso de alegría y también de vino tinto. Otro domingo culminaba. Mi madre no muy contenta lo esperaba para darle un reponedor plato de sopa. La fábrica de ladrillos lo esperaba a la mañana siguiente para una larga y dura semana, y yo me dormía con mi hermano entre las risas de mi padre y los débiles regaños de mi madre. Feliz, seguros en el cálido regazo de mi hogar.
........y el sórdido bullicio de la grúa horquilla y del camión algibe que arrojaba agua por toda la planicie del terreno hizo devolverme de aquel lejano recuerdo. Los vecinos de la Juanita Aguirre, ahora ya cansados, se encierran los domingos en sus casas. Muchos de los viejos de ese entonces descansan ahora bajo tierra. Como el tata Carreño, que con su ya cansada vista y sus noventa abriles, igual sé lucia con un inesperado cuarenta o don René, que nos dejo su tablero como casi única heredad. Tan solo mi padre y en cierta forma yo y mi hermano, no perdemos la esperanza de volver a implantar en algún metro cuadrado disponible del planeta una esponjosa cancha de rayuela. Es más, solo falta eso. Puesto que mi padre aún conserva en algún rincón del abandonado patio, una garrafa, el tablero marcador, el trampiato, un par de lienzas secas por el barro y al menos dos o tres parejas de tejos de bronce.
El viento frío que arribaba en la pasarela hizo devolverme a casa y mientras descendía por la escala, divise en la palanca de la retroexcavadora el opaco brillo de algún tejo perdido de antaño, de esas memorables tardes de rayuela. Quise devolverme, hablar con el guardia de seguridad que vigilaba la faena o con el operador de la máquina, para recuperar parte de nuestra pequeña historia, pero me di cuenta que era una estupidez, que quizás el guardia no lo entendería, que era una historia muy larga de contar, que no-tenia sentido mi intención y lo deje ir entre la tierra que se revolcaba y el zumbido tremendo del avance del cemento y su futuro.